11 de agosto de 2009

El Chino


Por Eduardo García


Constituía un verdadero placer verlo jugar, pero verlo hablar era un elixir digno solo para Dioses. Era un pendejo adolescente todavía, usaba la melena larga y un jockey con la visera hacia atrás. Su arrogancia delataba de inmediato la seguridad de sus convicciones, sabía para lo que estaba hecho. Si Fernando González juega al tenis con un cañón, el Chino lo hacía con un pincel, es que el era un artista. Pocas veces (creo que nunca) vi a mi papá tan contento de ver a un deportista chileno en competencia. Le aplaudía hasta los chanchitos que se tiraba en la cancha. Lo único que le criticaba era cuando tiraba la raqueta al piso cuando las cosas no le resultaban.

Recuerdo el día que le ganó ese mítico partido a Andre Agassi en la final del Lipton. Todas las familias chilenas estábamos unidas, a través de nuestros televisores, a la hora de almuerzo, alentando a un chileno que estaba a pasos de ser el número uno del mundo. Sí. Número uno. Número uno, número uno, número uno, como decía el que conducía “Sábado taquilla”. Nada de número dos, ni terceros lugares en mundiales que se suponían hechos para ganarlos, ni medallas de plata. Mucho menos esos vergonzosos triunfos morales que no constituyen nada. A nadie le importa si se es bueno, cuando no se es el mejor. Esa vez no estaba mi papá, pero igual estaba, en otro lugar, unidos gracias a la transmisión de aquel partido. Nadie en Chile estaba nervioso, todos sabían de antemano el resultado: iba a ganar. Esa pelota larga de Agassi fue el momento de euforia más grande que recuerde. El llanto mariquita de Solabarrieta por el logro de dos discípulos que tuvieron una buena semana en Atenas quedaba chico al lado de la hazaña de un zurdo que consiguió ser mejor que cualquiera en su época gracias a años de trabajo.

Seguía siendo un niño. Lloró por una mujer ante las cámaras, esas mismas malditas cámaras que provocaron la debacle sentimental del artista y deportista más grande que recuerde nuestro país, escaso de glorias, y que tenía en el Chino a un baluarte de privilegio. Escucharlo hablar era un elixir. Como cuando ganó la Copa Milo y lo único que dijo era que quería ser el mejor, consciente de lo que significaba eso. Brabucones hay por miles, números uno del mundo, poquísimos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario